Si en alguna ocasión os habéis comido un buen plato de callos, estoy seguro que os identificaréis plenamente con lo que a continuación expongo.
La ingesta de este rico manjar no es un acto banal, inane, o baladí, sino que requiere la concatenación de una serie de circunstancias o variables necesarias para el éxito del evento.
Por ser un alimento rico en calorías y grasas, es obligado comerlo en invierno, a ser posible en un día nuboso y con lluvia fina, tipo chiriviri o calabobo, ambiente muy favorable para tan noble fin.
Por otra parte, exige el concurso de mucha gente, familia o reunión muy allegada, para el desarrollo posterior de una buena sobremesa.
Respecto a la ubicación, es obligada la elección de una venta antigua, apartada y con prestigio en la elaboración de este tradicional plato.
Dicen los expertos y yo he podido comprobarlo, que la conjunción de estas variables unido a un buen apetito, transforman los callos en un manjar de dioses.
Sin embargo, he de aclarar, por responsabilidad, que tras un arduo y profundo estudio del comportamiento humano, he llegado a la conclusión de que los callos constituyen un plato pecaminoso, que instiga, incita y predispone a pecar, a cometer casi todos lo pecados capitales.
Es posible que, ante esta afirmación tan dogmática, alguien se sonría de forma socarrona, considerando exagerada tal aseveración. Por ello y para que no existan dudas, expongo a continuación mis alegatos con argumentos contundentes.
La historia comienza, una vez sentados a la mesa, con el acto crucial de la solicitud de la comanda, cuando la señorita de turno, libreta en mano y bolígrafo en ristre, con mirada ausente y evidente desgana, pregunta:
- ¿Quévaser?, en el idioma propio del establecimiento.
Es el momento de la verdad, en el que con voz decidida y audible, le digo:
- Para mí, una de callos y tinto de la casa. (Los callos no casan con un reserva. No saben bien)
Mientras se produce la espera, resulta inevitable echar una mirada distraída alrededor del amplio comedor, contaminado por una insoportable polución decibélica consecuencia del ruido que produce esa multitud de criaturitas con sus charlas y cazoletéos.
Es justamente cuando comienza el proceso pecaminoso, pues, sin querer, se observa que el de al lado ya está comiendo con avidez un enorme plato de callos e inevitablemente uno siente cierta sensación de envidia, no sé si sana o no, pero en todo caso, envidia puñetera, pensando:
- ¡Digo, er tío, ya está comiendo y yo todavía esperando! ¿Por qué no traerán mi plato, con el hambre que tengo?
Cuando al cabo de un rato, por fin te sirven los callos con otro plato debajo porque “chorrea por lo bordes”, y se observa con deleite sobre la mesa, vienen a la mente distintos pensamientos indignos:
- ¡Al de al lado se lo han puesto más lleno! ¡Me voy a hinchar y si no, pido otro!
Una evidente y clara manifestación de llenar el ojo antes que la tripa. Decidme, por favor, ¿no es gula eso? Pues, claro que es gula..... gula indecente.
Una vez atacado el manjar, hincando materialmente la cuchara entre tanto garbanzo, vísceras y manitas de cerdo, y saboreada la primera andanada, aquello... ¡está tan bueno!..., que incita, de forma involuntaria a modificar la postura corporal, colocando los codos y brazos alrededor del plato, con inclinación ligera de la cabeza sobre el mismo en un deseo patológico de protección, quizás, ante la sospecha infundada de que el de al lado, que ya esta harto, pueda introducir su cuchara y comerse parte del “cuenco de la perdición”.
Esta actitud tan despreciable refleja de forma indiscutible un profundo sentimiento de avaricia, avaricia culinaria, de apetito vil y desordenado.
Es obligado reconocer que cuando se termina con el último garbanzo y se escancia el resto del tinto de la casa, de marcado “aroma avinagrado”, se queda uno en la gloria y tras la culminación del deseo culinario y el “buche lleno”, se entra en la situación de “muermo”.
Esta fase condiciona la realización de determinadas acciones, como, por ejemplo, desabrocharse la correa y el botón del pantalón, retreparse en la silla, “abriero de boca” y ganas irresistibles de “estirazarse”, que corresponde a la denominada científicamente: pereza post-callum, de marcada reminiscencia animal.
El inconveniente del deseo cumplido es que inmediatamente se propicia la necesidad de satisfacer otros. Es la vida misma. Y como la mente no para nunca, la asociación de la pereza, mala consejera, y el efecto afrodisíaco del “caldillo picante”, comienza a proponer insistentemente y de forma libidinosa, la consecución de otro deseo necesariamente compartido, la “lujuria”, pecado execrable, deleznable e ignominioso donde los haya y creo que me quedo corto con los adjetivos. ¿No os parece?
Si finalmente este deseo se cumple, pasamos definitivamente a la fase de “el remate de los tomates”, que se decía en mi época, con la única salvedad de que “contra el vicio de pedir, está la virtud de no dar”, por lo que el “asuntillo” no siempre “cuaja”..... o sí.
La cuestión es que, tras una pequeña sobremesa y una vez abonado el evento gastronómico y con “palillo o no”, entre los dientes, hacemos el recorrido de vuelta, contentos y cantando bajito.
El problema, que está asegurado, se presenta cuando, al cabo de unas horas, comienzan las “bascas”, cuyos terribles síntomas son variados: la barriga se pone dura como un tambor denominado en el argot médico, “disconfort postprandial”; posteriormente se nota la típica sensación de la comida en la boca, llamado “reflujo”, al que le sigue irremediablemente las “acedías”, cuya traducción es “pirosis” y finalmente, un movimiento de tripas de forma descontrolada, que se conoce por “borborismo”.
En resumen, que el sufrimiento de todas las “bascas” reunidas nos proporciona una “tarde de perros”, comparación de todos conocida pero que falta a la verdad, porque los perros digieren mucho mejor que nosotros los dichosos callos.
Es el momento en el que se siente interiormente un fuerte sentimiento de intensa ira con reflexiones como estas:
- ¡Qué tarde más hija puta estoy echando! ¿Por qué me habré comido los callos, si yo sé que esto me pasa siempre? Verdadero ataque de ira.
La consecuencia inevitable de los ataques de ira es que siempre explotan por alguna parte y en este caso particular, el vocablo “explotar” es el idóneo para definir verazmente “la digestión de los trompitos”, ya que, cuando éstos están previamente hinchados y se producen las fermentaciones cólicas, el temible proceso gaseoso no hay quien lo pare.
No sé la razón ni el porqué de esa simultaneidad, pero cuando de forma subrepticia se ponen los ojos saltones y se dirigen miradas culpables hacia todas partes, estamos en el preludio de la Sinfonía Estentórea en el que la orquesta, distribuida por todo el abdomen, está templando instrumentos, incluso gaitas, y a punto de comenzar el concierto, compuesto por tres movimientos.
El primer movimiento (en la salita de estar), es alegre, vivaz, incluso atrevido en la conjunción de instrumentos y se inicia con un “larghetto tranquillum, ma a pocum ravvivando il tempo al allegro”, con predominio de trombones, tubas y fagot, al que le sigue un “allegretto con brío sostenuto”, que “in crescendo” evoluciona hacia un audaz “molto vivace píu aceleratto”, con intervención de violines, viola y chelo, que sobrecoge al auditorio.
El segundo movimiento (en el corredor), absolutamente dinámico, tormentoso y con fuerte carga histriónica, comienza con el “Aria desarbolatto”, muy dramático, con grandes paseos, salpicado de maldiciones, suspiros, lamentos y “escopetazos” a doquier.
A continuación y con movimiento musical sincopado o por lo menos, al borde del síncope, la orquesta interpreta magistralmente un “andante quasi recuperatto y presto”, tras el cual se llega al “intermezzo”, ansiado por la concurrencia y que el director, demacrado, sudoroso y desmelenado, aprovecha para desaparecer entre las bambalinas, para darse un merecido respiro, tras el enorme esfuerzo realizado.
El tercer movimiento (en el dormitorio), mucho más tranquilo y sosegado, arranca con una “cantatta suavonna”, interpretada exclusivamente por trompetas con sordina, no bien comprendida por el público por su drástico cambio de ritmo.
Seguidamente y sin previo aviso, se ataca un “allegro ma non troppo”, en el que el director se vuelca con manifestaciones claras de extenuación, terminando este tercer acto con el “adagio culpabbile non appassionato”, algo triste, equilibrado pero muy bien ejecutado.
Finalmente, como el fuego salido de las pavesas, se produce el Epílogo, en el que la orquesta inicia un “remate wagneriano” de pífanos, timbales y platillos, que consigue una atmósfera musical de auténtica apoteosis final, recibida con lágrimas y “vellos de punta” por parte de los impresionados asistentes.
La Sinfonía Estentórea es la representación más sublime de la venganza cruel y despiada, que no respeta normas, aunque la tesitura es, si por respetarlas, hay que morir en el intento, como decía el epitafio de una lápida mortuoria en un cementerio :
¡Por un peo aquí me veo!
¡Señorita, por favor, tráigame otra de callos!
La ingesta de este rico manjar no es un acto banal, inane, o baladí, sino que requiere la concatenación de una serie de circunstancias o variables necesarias para el éxito del evento.
Por ser un alimento rico en calorías y grasas, es obligado comerlo en invierno, a ser posible en un día nuboso y con lluvia fina, tipo chiriviri o calabobo, ambiente muy favorable para tan noble fin.
Por otra parte, exige el concurso de mucha gente, familia o reunión muy allegada, para el desarrollo posterior de una buena sobremesa.
Respecto a la ubicación, es obligada la elección de una venta antigua, apartada y con prestigio en la elaboración de este tradicional plato.
Dicen los expertos y yo he podido comprobarlo, que la conjunción de estas variables unido a un buen apetito, transforman los callos en un manjar de dioses.
Sin embargo, he de aclarar, por responsabilidad, que tras un arduo y profundo estudio del comportamiento humano, he llegado a la conclusión de que los callos constituyen un plato pecaminoso, que instiga, incita y predispone a pecar, a cometer casi todos lo pecados capitales.
Es posible que, ante esta afirmación tan dogmática, alguien se sonría de forma socarrona, considerando exagerada tal aseveración. Por ello y para que no existan dudas, expongo a continuación mis alegatos con argumentos contundentes.
La historia comienza, una vez sentados a la mesa, con el acto crucial de la solicitud de la comanda, cuando la señorita de turno, libreta en mano y bolígrafo en ristre, con mirada ausente y evidente desgana, pregunta:
- ¿Quévaser?, en el idioma propio del establecimiento.
Es el momento de la verdad, en el que con voz decidida y audible, le digo:
- Para mí, una de callos y tinto de la casa. (Los callos no casan con un reserva. No saben bien)
Mientras se produce la espera, resulta inevitable echar una mirada distraída alrededor del amplio comedor, contaminado por una insoportable polución decibélica consecuencia del ruido que produce esa multitud de criaturitas con sus charlas y cazoletéos.
Es justamente cuando comienza el proceso pecaminoso, pues, sin querer, se observa que el de al lado ya está comiendo con avidez un enorme plato de callos e inevitablemente uno siente cierta sensación de envidia, no sé si sana o no, pero en todo caso, envidia puñetera, pensando:
- ¡Digo, er tío, ya está comiendo y yo todavía esperando! ¿Por qué no traerán mi plato, con el hambre que tengo?
Cuando al cabo de un rato, por fin te sirven los callos con otro plato debajo porque “chorrea por lo bordes”, y se observa con deleite sobre la mesa, vienen a la mente distintos pensamientos indignos:
- ¡Al de al lado se lo han puesto más lleno! ¡Me voy a hinchar y si no, pido otro!
Una evidente y clara manifestación de llenar el ojo antes que la tripa. Decidme, por favor, ¿no es gula eso? Pues, claro que es gula..... gula indecente.
Una vez atacado el manjar, hincando materialmente la cuchara entre tanto garbanzo, vísceras y manitas de cerdo, y saboreada la primera andanada, aquello... ¡está tan bueno!..., que incita, de forma involuntaria a modificar la postura corporal, colocando los codos y brazos alrededor del plato, con inclinación ligera de la cabeza sobre el mismo en un deseo patológico de protección, quizás, ante la sospecha infundada de que el de al lado, que ya esta harto, pueda introducir su cuchara y comerse parte del “cuenco de la perdición”.
Esta actitud tan despreciable refleja de forma indiscutible un profundo sentimiento de avaricia, avaricia culinaria, de apetito vil y desordenado.
Es obligado reconocer que cuando se termina con el último garbanzo y se escancia el resto del tinto de la casa, de marcado “aroma avinagrado”, se queda uno en la gloria y tras la culminación del deseo culinario y el “buche lleno”, se entra en la situación de “muermo”.
Esta fase condiciona la realización de determinadas acciones, como, por ejemplo, desabrocharse la correa y el botón del pantalón, retreparse en la silla, “abriero de boca” y ganas irresistibles de “estirazarse”, que corresponde a la denominada científicamente: pereza post-callum, de marcada reminiscencia animal.
El inconveniente del deseo cumplido es que inmediatamente se propicia la necesidad de satisfacer otros. Es la vida misma. Y como la mente no para nunca, la asociación de la pereza, mala consejera, y el efecto afrodisíaco del “caldillo picante”, comienza a proponer insistentemente y de forma libidinosa, la consecución de otro deseo necesariamente compartido, la “lujuria”, pecado execrable, deleznable e ignominioso donde los haya y creo que me quedo corto con los adjetivos. ¿No os parece?
Si finalmente este deseo se cumple, pasamos definitivamente a la fase de “el remate de los tomates”, que se decía en mi época, con la única salvedad de que “contra el vicio de pedir, está la virtud de no dar”, por lo que el “asuntillo” no siempre “cuaja”..... o sí.
La cuestión es que, tras una pequeña sobremesa y una vez abonado el evento gastronómico y con “palillo o no”, entre los dientes, hacemos el recorrido de vuelta, contentos y cantando bajito.
El problema, que está asegurado, se presenta cuando, al cabo de unas horas, comienzan las “bascas”, cuyos terribles síntomas son variados: la barriga se pone dura como un tambor denominado en el argot médico, “disconfort postprandial”; posteriormente se nota la típica sensación de la comida en la boca, llamado “reflujo”, al que le sigue irremediablemente las “acedías”, cuya traducción es “pirosis” y finalmente, un movimiento de tripas de forma descontrolada, que se conoce por “borborismo”.
En resumen, que el sufrimiento de todas las “bascas” reunidas nos proporciona una “tarde de perros”, comparación de todos conocida pero que falta a la verdad, porque los perros digieren mucho mejor que nosotros los dichosos callos.
Es el momento en el que se siente interiormente un fuerte sentimiento de intensa ira con reflexiones como estas:
- ¡Qué tarde más hija puta estoy echando! ¿Por qué me habré comido los callos, si yo sé que esto me pasa siempre? Verdadero ataque de ira.
La consecuencia inevitable de los ataques de ira es que siempre explotan por alguna parte y en este caso particular, el vocablo “explotar” es el idóneo para definir verazmente “la digestión de los trompitos”, ya que, cuando éstos están previamente hinchados y se producen las fermentaciones cólicas, el temible proceso gaseoso no hay quien lo pare.
No sé la razón ni el porqué de esa simultaneidad, pero cuando de forma subrepticia se ponen los ojos saltones y se dirigen miradas culpables hacia todas partes, estamos en el preludio de la Sinfonía Estentórea en el que la orquesta, distribuida por todo el abdomen, está templando instrumentos, incluso gaitas, y a punto de comenzar el concierto, compuesto por tres movimientos.
El primer movimiento (en la salita de estar), es alegre, vivaz, incluso atrevido en la conjunción de instrumentos y se inicia con un “larghetto tranquillum, ma a pocum ravvivando il tempo al allegro”, con predominio de trombones, tubas y fagot, al que le sigue un “allegretto con brío sostenuto”, que “in crescendo” evoluciona hacia un audaz “molto vivace píu aceleratto”, con intervención de violines, viola y chelo, que sobrecoge al auditorio.
El segundo movimiento (en el corredor), absolutamente dinámico, tormentoso y con fuerte carga histriónica, comienza con el “Aria desarbolatto”, muy dramático, con grandes paseos, salpicado de maldiciones, suspiros, lamentos y “escopetazos” a doquier.
A continuación y con movimiento musical sincopado o por lo menos, al borde del síncope, la orquesta interpreta magistralmente un “andante quasi recuperatto y presto”, tras el cual se llega al “intermezzo”, ansiado por la concurrencia y que el director, demacrado, sudoroso y desmelenado, aprovecha para desaparecer entre las bambalinas, para darse un merecido respiro, tras el enorme esfuerzo realizado.
El tercer movimiento (en el dormitorio), mucho más tranquilo y sosegado, arranca con una “cantatta suavonna”, interpretada exclusivamente por trompetas con sordina, no bien comprendida por el público por su drástico cambio de ritmo.
Seguidamente y sin previo aviso, se ataca un “allegro ma non troppo”, en el que el director se vuelca con manifestaciones claras de extenuación, terminando este tercer acto con el “adagio culpabbile non appassionato”, algo triste, equilibrado pero muy bien ejecutado.
Finalmente, como el fuego salido de las pavesas, se produce el Epílogo, en el que la orquesta inicia un “remate wagneriano” de pífanos, timbales y platillos, que consigue una atmósfera musical de auténtica apoteosis final, recibida con lágrimas y “vellos de punta” por parte de los impresionados asistentes.
La Sinfonía Estentórea es la representación más sublime de la venganza cruel y despiada, que no respeta normas, aunque la tesitura es, si por respetarlas, hay que morir en el intento, como decía el epitafio de una lápida mortuoria en un cementerio :
¡Por un peo aquí me veo!
¡Señorita, por favor, tráigame otra de callos!
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