Creamos este nuevo Blog, con el fin de ampliar nuestra oferta.
El fin que tiene es dar cabida a los distintos componentes de nuestro grupo, que aficionados a la buena cocina, así como al conocimiento de los buenos vinos de nuestra geografía nacional, puedan mostrar sus conocimientos, compartiéndolos con los demás.
El nombre de Garum y Testaccio, no es casual. El garum como una salsa que condimentaba a gran cantidad de platos de la cocina romana y el Testaccio, como el monte que existe en Roma, formado con los restos de las ánforas que se desechaban, después de ser utilizadas (ánforas de aceite, vino y garum), muchas, procedentes de las costas de Málaga.

Dicho monte que tiene un perímetro de un Km. (es decir casi 320 metros de diámetro), y una altura de 50 metros. El monte en sí, es una de las fuentes arqueológicas más importante para conocer la cultura romana y su relación con Hispania.

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viernes, 28 de enero de 2011

EL PLATITO DE CALLOS

Si en alguna ocasión os habéis comido un buen plato de callos, estoy seguro que os identificaréis plenamente con lo que a continuación expongo.
La ingesta de este rico manjar  no es un acto banal, inane, o baladí, sino que requiere la concatenación de una serie de circunstancias o variables necesarias para el éxito del evento.
Por ser un alimento rico en calorías y grasas, es obligado comerlo en invierno, a ser posible en un día nuboso y con lluvia fina, tipo chiriviri o calabobo, ambiente muy favorable para tan noble fin.
Por otra parte, exige el concurso de mucha gente, familia o reunión muy allegada, para el desarrollo posterior de una buena sobremesa.
Respecto a la ubicación, es obligada la elección de una venta antigua, apartada y con prestigio en la elaboración de este tradicional plato.  
Dicen los expertos y yo he podido comprobarlo, que la conjunción de estas variables unido a un buen apetito, transforman los callos en un manjar de dioses.
Sin embargo, he de aclarar, por responsabilidad, que  tras un arduo y profundo estudio del comportamiento humano, he llegado a la conclusión de que los callos constituyen un plato pecaminoso, que instiga, incita y predispone a pecar, a cometer casi todos lo pecados capitales.
Es posible que, ante esta afirmación tan dogmática, alguien se sonría de forma socarrona, considerando  exagerada tal aseveración. Por ello y para que no existan dudas, expongo a  continuación mis alegatos con argumentos contundentes.
La historia comienza, una vez sentados a la mesa, con el acto  crucial de la solicitud de la comanda, cuando la señorita de turno, libreta en mano y bolígrafo en ristre, con mirada ausente y evidente  desgana,  pregunta:
-  ¿Quévaser?, en el idioma propio del establecimiento.
Es el momento de la verdad, en el que con voz decidida y audible, le digo:
Para mí, una de callos y tinto de la casa. (Los callos no casan con un reserva. No saben bien)
Mientras se produce la espera, resulta  inevitable echar una mirada distraída alrededor del amplio comedor, contaminado por una insoportable polución decibélica consecuencia del ruido que produce esa multitud de criaturitas con sus charlas y cazoletéos.
Es justamente cuando comienza el proceso pecaminoso, pues, sin querer, se observa que el de al lado ya está comiendo con avidez un enorme plato de callos e  inevitablemente uno siente cierta sensación de envidia, no sé si sana o no, pero en todo caso, envidia puñetera, pensando:
-  ¡Digo, er tío, ya está comiendo y yo todavía esperando! ¿Por qué no traerán mi plato, con el hambre que tengo?
Cuando al cabo de un rato,  por fin te sirven los callos  con otro plato debajo porque  “chorrea  por lo bordes”,  y se observa con deleite sobre la mesa, vienen a la mente distintos pensamientos indignos:
- ¡Al de al lado se lo han puesto más lleno!  ¡Me voy a hinchar y si no, pido otro!
Una evidente y clara manifestación  de  llenar el ojo antes que la tripa. Decidme, por favor, ¿no es gula eso? Pues, claro que es gula..... gula indecente.
Una vez atacado el manjar, hincando materialmente la cuchara entre tanto garbanzo,  vísceras y manitas de cerdo,  y saboreada  la primera andanada, aquello... ¡está tan bueno!...,  que incita, de forma involuntaria  a modificar la postura corporal, colocando los  codos y brazos alrededor  del plato, con inclinación ligera de la cabeza sobre el mismo en un deseo patológico de protección,  quizás, ante la sospecha infundada de que el de al lado, que ya esta harto, pueda introducir su cuchara y comerse parte del “cuenco de la perdición”.
Esta actitud tan despreciable refleja de forma indiscutible  un profundo sentimiento de avaricia, avaricia culinaria, de apetito vil y desordenado.
 Es obligado reconocer que cuando se termina con el último garbanzo y se escancia el resto del tinto de la casa, de marcado “aroma avinagrado”, se queda uno en la gloria y tras la  culminación del deseo culinario y el “buche lleno”, se entra en la situación de “muermo”.
Esta fase condiciona la realización de determinadas acciones, como, por ejemplo,  desabrocharse la correa y el botón del pantalón, retreparse en la silla, “abriero de boca” y ganas irresistibles de “estirazarse”, que corresponde a la denominada científicamente: pereza post-callum, de marcada reminiscencia animal.
El inconveniente del deseo cumplido es que inmediatamente se propicia la necesidad de satisfacer otros. Es la vida misma. Y como la mente no para nunca, la asociación de la pereza, mala consejera,  y el efecto afrodisíaco del “caldillo picante”, comienza a proponer insistentemente y de forma  libidinosa, la consecución de otro deseo  necesariamente compartido, la “lujuria”, pecado execrable, deleznable e ignominioso donde los haya y creo que me quedo corto con los adjetivos. ¿No os parece?
Si  finalmente este deseo  se cumple, pasamos definitivamente  a la fase de  “el remate de los tomates”, que se decía en mi época, con la única salvedad de que “contra el vicio de pedir, está la virtud de no dar”, por lo que el “asuntillo” no siempre “cuaja”..... o sí.
La cuestión es que, tras una pequeña sobremesa y una vez abonado el evento gastronómico y con “palillo o no”, entre los dientes, hacemos el recorrido de vuelta, contentos y cantando bajito.
El problema, que está asegurado,  se presenta cuando, al cabo de unas horas, comienzan las “bascas”, cuyos terribles síntomas son variados: la barriga se pone dura como un tambor denominado en el argot médico, “disconfort postprandial”; posteriormente se nota la típica sensación de la comida en la boca, llamado “reflujo”, al que le sigue irremediablemente las “acedías”, cuya traducción es “pirosis” y finalmente, un movimiento de  tripas de forma descontrolada, que se conoce por “borborismo”.
En resumen, que el sufrimiento de todas las “bascas” reunidas nos proporciona una “tarde de perros”, comparación de todos conocida pero que falta a la verdad,  porque los perros digieren mucho mejor que nosotros los dichosos callos.
Es el momento en el que se siente interiormente un fuerte sentimiento de intensa ira con reflexiones como estas: 
¡Qué tarde más hija puta estoy echando! ¿Por qué me habré comido los callos, si yo sé que esto me pasa siempre? Verdadero ataque de ira. 
La consecuencia inevitable de los ataques de ira es que siempre explotan por alguna parte y en este caso particular, el vocablo “explotar” es el idóneo para definir verazmente  “la digestión de los trompitos”, ya que, cuando éstos están previamente hinchados y se producen las fermentaciones cólicas, el temible proceso gaseoso no hay quien lo pare.
No sé la razón ni el porqué de esa  simultaneidad,  pero cuando de forma subrepticia se ponen los ojos saltones y se dirigen miradas culpables hacia todas partes, estamos en el preludio  de la Sinfonía Estentórea  en el que la orquesta, distribuida por todo el abdomen, está templando instrumentos, incluso gaitas,  y a punto de comenzar el concierto, compuesto por tres movimientos.
El  primer movimiento (en la salita de estar), es alegre, vivaz, incluso  atrevido en la conjunción de instrumentos y se inicia con un “larghetto tranquillum, ma a pocum ravvivando il tempo al allegro”, con predominio de trombones, tubas y fagot,  al que le sigue un “allegretto con brío sostenuto”, que “in crescendo” evoluciona hacia un audaz “molto vivace píu aceleratto”, con intervención de violines, viola y chelo, que sobrecoge al auditorio.
El segundo movimiento (en el corredor), absolutamente dinámico, tormentoso y con fuerte carga histriónica, comienza  con el “Aria desarbolatto”, muy dramático, con grandes paseos, salpicado de maldiciones, suspiros,  lamentos y “escopetazos” a doquier.
A continuación y con  movimiento musical sincopado o por lo menos, al borde del síncope, la orquesta interpreta magistralmente un “andante quasi recuperatto y presto”, tras el cual se llega al “intermezzo”, ansiado  por la concurrencia y que el director, demacrado, sudoroso y desmelenado, aprovecha para desaparecer entre  las bambalinas, para darse un  merecido respiro, tras el enorme  esfuerzo realizado.
El tercer movimiento (en el dormitorio), mucho más tranquilo y sosegado, arranca con una “cantatta suavonna”, interpretada exclusivamente por trompetas con sordina, no bien comprendida por el público por su drástico cambio de ritmo.
Seguidamente y sin previo aviso, se ataca  un  “allegro ma non troppo”,  en el que el director se vuelca con manifestaciones claras de extenuación, terminando este  tercer acto con el “adagio culpabbile non appassionato”, algo triste,  equilibrado pero  muy bien ejecutado.
Finalmente, como el fuego salido de las pavesas,  se produce el Epílogo, en el que la orquesta  inicia  un “remate wagneriano”  de pífanos, timbales y platillos, que consigue una atmósfera musical de auténtica apoteosis final, recibida con lágrimas y “vellos de punta” por parte de  los impresionados asistentes.     
La Sinfonía Estentórea es la representación más sublime de la venganza cruel y despiada, que no respeta normas, aunque la tesitura es, si por respetarlas, hay que morir en el intento, como decía el epitafio de una lápida mortuoria en un cementerio :
¡Por un peo aquí me veo!  
¡Señorita, por favor, tráigame otra de callos!